Mundo ajeno

Mundo ajeno

Hoy como ayer adentrarse en la zona norte de Pakistán supone regresar al pasado. Recién llegado a Islamabad, donde mi buen amigo Víctor Suances, de la embajada española, nos ha dado cobijo, lectura y un Rioja que sabe a gloria después de casi dos meses en la montaña, hago recuento de nuestras penalidades. Lograr salir de Skardú ha sido una de las grandes suertes de estos últimos días y realmente la única buena noticia de estos cuarenta días pasados.

La conexión por vía aérea de las zonas montañosas del norte con la capital de Pakistán lleva cortada desde hace doce días, por las detestables condiciones del tiempo, y la famosa Karakorum Higway —la carretera que, para llegar al Baltistán, atraviesa las cordilleras montañosas más altas de la Tierra, es decir el Himalaya, el Hindu Kush y el Karakorum—está cortada debido a los numerosos terremotos que lleva sufriendo la región desde noviembre pasado cuando el valle de Astor fue arrasado en su totalidad, muriendo centenares de personas y teniendo que ser evacuadas otros cuantos miles. Así que todo el Baltistán está sufriendo los efectos de esta situación y en los bazares apenas puede encontrarse otra cosa que arroz y harina y lo peor es que aún puede complicarse más pues el terremoto de Xinjiang está provocando nuevas réplicas en el Karakorum. Hace dos días, aprovechando un claro en la tormenta que desde hace dos semanas se abate sobre el Karakorum, un avión logró aterrizar en Skardú y sacarnos cuando ya desesperábamos de poder salir de allí. Así que, paradojas de la vida, mientras nosotros tres regresábamos a la seguridad y la comodidad de la civilización, observando las nubes que cubrían las cimas de más de ocho mil metros desde el confortable asiento de un Boeing 737, nuestros seis compañeros vivían una de las situaciones más comprometidas y decepcionantes en el Broad Peak.

Los vientos de más de 80 km/hora en el campo base (y de más de 200 en la cima) han desguazado los campamentos instalados en la montaña. En el glaciar, a más de mil metros de donde estaban instaladas, fueron encontrándose los restos de las tiendas con objetos como hornillos, cartuchos de gas, sacos de dormir o monos de pluma. Lo peor no es la pérdida material sino el golpe moral, la constatación de que no hay resquicio para la esperanza. Pareciera que el Karakorum quisiese borrar cualquier signo de vida ahuyentando a los intrusos de ese espacio blanco inmaculado, que simboliza como pocos paisajes en el planeta a un mundo ajeno, inhóspito, riguroso, cruelmente salvaje, de antes o después del ser humano. Un lugar donde nos hemos empeñado en descifrar una de las últimas claves de la aventura. Puede parecer demasiado para nuestras limitadas fuerzas de hombres, pero lo único que no podemos permitirnos es no intentarlo. La principal característica del ser humano ha sido, hasta ahora, la de perseguir sus propios sueños. En eso seguimos empeñados.