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Psicoanálisis de Raúl González

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Conozco a bastantes madridistas a quienes Raúl —por uno u otro tema— no les cae del todo simpático. Para unos (esquivo u hosco con cualquier prensa que no sea la estrictamente deportiva) Raúl sería una mezcla de chico orgulloso —que tiene razones para su orgullo— a la par que tímido. Una combinación íntimamente explosiva esa del orgullo con la timidez. La sensación del retraimiento con la necesidad de lo publicitado inquerido. Para otros, bien vestido pero con un toque conservador cuando no antiguo (y eso que muy últimamente le han alborotado un pelín el cabello, no sé si se sentirá excedido) Raúl representaría —aunque no opine de política, no hablamos de ella— la imagen de un joven conservador, al que la riqueza sólo puede acrecentar el conservadurismo. Vamos, el anti Guti en razones de indumentaria...

Soso, conservador, antipático, falto de labia o cultura usable (muy lejos de su protector Valdano) Raúl tiene todos los bonos para ganar la lotería visual, icónica, del anticarisma. Pero cuando sale al campo y corre y trabaja y nunca da por perdido un balón (ni tirado en el suelo) cuando se deja la piel cohesionando al equipo y además remata y salta estadísticas y sube goles, es verdad, todos los anti-raulistas de su persona (y conozco a muchos) se rinden ante el Raúl que juega, ante ese jugador, en el campo, más que estupendo. El jugador que tira y manda, el que trabaja, el peleón como gallo en liza. El que lleva en las botas (sin herir) espolones y alas, como mercurio. Raúl, en fin, no es un modelo publicitario, ni un experto conferenciante ni un mago de la vida social. Raúl es —a la enésima potencia— sólo un futbolista. El que rinde a quienes no le admiran.