Hércules

Hércules

No le hace gracia el necio tópico que convierte automáticamente en brutos, feos y malos a los que son como él, altos e indudablemente fuertes. Lleva quince años trabajando con la sola compañía de su entrenador y en condiciones que él califica de precarias. Ahora se entrena en las instalaciones de la Universidad de León, después de haber ido huyendo de un rincón a otro de su ciudad. Han dudado de él, de sus posibilidades, de su capacidad. Lo habían enterrado rápido y hondo. Algunos, con peor baba, le habían empezado a atacar por qué se presenta como independiente en las listas electorales del PP, despreciando la libertad, esencia de la democracia.

Pero Manolo Martínez es de esos muertos por algunos directivos, expertos y periodistas, que gozan de excelente salud, que diría Juan Tenorio. Lo acaba de demostrar en los recientes Campeonatos del Mundo de atletismo celebrados en Birmingham, donde se ha alzado con la única medalla de oro del equipo español de atletismo. En una entrevista concedida a Santiago Segurola para El País, Martínez habla de todo lo que cabe en las ocho décimas de segundo que van desde que él inicia el movimiento hasta que la bola de siete kilos sale lanzada. En esa fracción de tiempo está todo para este Hércules moderno: la emoción y el drama, aquello que hace aflorar lo mejor de cada hombre. Pero el mérito de este deportista soberbio brilla aún más cuando se apagan los focos del estadio y los flashes de las cámaras, se arrían las banderas y el estadio se vacía de público. Porque en esas décimas también se han concentrado todo ese montón de años de labor callada, esforzada donde sólo se tiene el aliento de la propia voluntad para seguir adelante, por alcanzar su sueño.

Manolo Martínez me ha hecho pensar en muchos otros Hércules de nuestro deporte que quizá estarán ahora mismo esforzándose en un gimnasio gris y helado cuyo eco amplifica la soledad que les rodea, o repitiendo por enésima vez un paso en una roca que se resiste a ser vencido sin importarles el dolor o el frío. Ellos no tienen a cientos de admiradores esperando a que terminen para que les firmen un autógrafo, ni a legiones de periodistas pendientes del más pequeño morado en su pellejo, ni a poderosas empresas dispuestas a utilizar su imagen por un buen pellizco. Sólo se tienen a sí mismos y a su voluntad de seguir haciendo lo que más aman.

Probablemente, Manolo y los demás no lo necesitan, pero no estaría de más que les hiciéramos saber que también les admiramos, porque representan lo mejor del ser humano y del deporte. Convendría también que fuésemos capaces de abrirnos, de ser más eclécticos a la hora de disfrutar del espectáculo deportivo. Así podríamos apreciar toda la magia, toda la pasión, toda la fortaleza de alma y también de cuerpo se encierran en esas ocho décimas de segundo tras las que Manolo Martínez se ha convertido en el mejor lanzador de peso del mundo.