Día para perder

Día para perder

El pasado fin de semana hemos asistido a un momento emocionante, de esos que devuelven al deporte a su verdadera esencia, a su condición humana, más allá de los negocios multimillonarios y del espectáculos. De acuerdo, las celebraciones del centenario del Atletico de Madrid, incluido el partido que devolvió a la realidad y a su tradición a sus aficionados, también resultó entrañable y vaya desde aquí mi felicitación a los colchoneros. Pero hoy me quiero referir a lo que ocurrió el domingo pasado en el circuito sudafricano de Welkom.

Cuando Sete Gibernau entró el primero en la meta, se elevó sobre su montura y señaló al cielo dedicándole esa victoria a Daijiro Kato, su compañero de equipo muerto unos días antes, todo el circo de millones en juego, patrocinadores y sofisticada tecnología se volatilizó por un instante para dejar paso a algo tan frágil como es el corazón.

Con su gesto, con su decisión de correr con el número 74 de su compañero fallecido sobre el carenado y el mono, con su lucha denodada por ganar en memoria de Kato, Sete nos ha vuelto a demostrar que cuál es el verdadero motor que mueve todo, lo que hace grande a cualquier deporte.

La declaración de il dottore Rossi al final de la carrera, afirmando que "hoy era un buen día para perder", no ha hecho si no confirmarlo. Se nos olvida con demasiada frecuencia que de nada sirven las mesas de diseño, las pruebas de laboratorio, los millones invertidos en la tecnología más puntera si falla la parte humana de esos centauros prodigiosos que vuelan a ras de suelo, a más de trescientos kilómetros por hora.

La pasión por el motociclismo, como todas las pasiones, resulta muy difícil de explicar. Cómo expresar lo que se siente cuando el verde se adueña del semáforo y el rugido de la bestia lo electriza todo, desde el asfalto hasta el último de los espectadores que en todo el mundo asisten a ese momento trascendental en el que hombre y máquina se funden para desafiar los límites.

El motociclismo, como el himalayismo o el espeleobuceo o las distintas modalidades de vuelo libre, son deportes cuyos practicantes comparten su voluntad de aceptar el riesgo que implican. Porque el riesgo presenta dificultades que pueden ser calibradas y controladas, como ha escrito Yi-fu Tuan. No aman el peligro, de hecho lo detestan. Tampoco son un atajo de suicidas inconscientes, como muchas mentes sencillas, envueltas en esa falsa idea de seguridad indestructible en la que vive nuestra sociedad, tratan de verlos.

Su cerebro es su principal herramienta y el placer que experimentan nace de cómo lo utilizan para practicar su deporte. En realidad, aman la vida tanto que tratan de pasar por ella sin perderse una bocanada.