El puente al Chuti

El puente al Chuti

Me contaba Chuti Andrades, un zurdo que tuvo el Sevilla en la época de Bilardo con mucha calidad pero sangre del Polo Norte, que un día fue a la cancha del Kendall (que en Sevilla es la catedral del futbito) a jugar con sus amiguetes un partido. Al Chuti y sus amigos se le acercaron cuatro chavales con pinta de lolailos invitándoles a un desafío: el que pierda paga la cancha y las cañas. Hecho, dijeron entre divertidos e incrédulos el ex futbolista y los suyos. Sin duda pensaron que aquel grupo de niñatos se iba a llevar un saco (de goles) por la insolencia.

Pero resultó que aquella banda de los cuatro (tres de campo y un portero) corría como cebra delante de un león. Corrían y jugaban. Sobre todo uno, rubito, un piernagorda con muelles en los tobillos y habilidad sobrenatural. Y mucho descaro. El Chuti, mosqueado por el baile de aquellos ratones coloraos, se fue derecho al jefe de la banda, al rubicundo. El Chuti jura por su madre que no sabe cómo pero el balón le pasó, suavecito, entre las piernas. Ni que fuera el Puente de Triana. Se quería morir de la vergüenza el ex profesional.

El ego de Andrades cayó con estrépito. Ganaron los del Políngano, unos monstruos. El Chuti, un tipo inteligente, se metió en el bolsillo su orgullo y se fue de cañas con el rubio. Era Antoñito, que en el Sevilla encontró una segunda oportunidad para el fútbol después de muchos tumbos por campos de albero. Aquel chaval encara ahora a Pavón y a Puyol como si estuviera en el Kendall, y les vence. Antonio se hizo grande en esto del balón y demostró que, cuando hay verdad, en fútbol nunca es tarde.