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La peor muerte es la sospecha

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La muerte de un ciclista es, tal vez, la muerte más cercana de las muertes lejanas, quizá sólo comparable a la muerte del torero y semejante a ella en que quien muere fue inmortal o lo creímos o lo dijimos, inmortal a los toros e inmortal a las montañas, a sus abismos. Quien vive así, con la tumba medio abierta, no debe morirse en la habitación de una residencia en la que no se puede vivir, no, sólo cabe el remate de la muerte en la arena o el asfalto o en su defecto el final de la muerte en la cama de puro viejo, rodeado de nietos y fotos o, mejor aún, del fiel seguidor que nunca olvidó aquel lance o aquella escalada. Pero lo tienen peor los ciclistas que los toreros. Porque entre todos los finales posibles se les cuela a ellos el final indigno de la sospecha, el dóping, esa cornada que no sólo es capaz de acabar con lo que eres, sino con lo que fuiste.

Pantani no resistió eso. Asumió su pecado, pero no superó que se pusieran en duda sus viejas hazañas, pirata tramposo. La suya será una muerte inútil si los ciclistas no entienden que su enemigo no es el Tourmalet, sino el dóping y su efecto aniquilador sobre el ciclismo, cada vez son menos los que creen en este deporte. De eso se murió Pantani. Es imposible no recordar ahora la muerte de Jiménez, en una residencia igual de oscura. Él nunca tuvo detrás la sombra del dóping, pero su depresión no fue tan distinta, la del campeón que se siente inmortal y queriendo agotar el mundo se agota a sí mismo y cuando quiere volver no hay retorno y las enfermeras no dan besos ni flores, sólo pastillas, y ni siquiera saben qué es el Mont Ventoux. Mejor escapar de ese pelotón, Marco y Chava, la fuga buena, si no fuera demasiado tarde.