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HISTORIAS OLÍMPICAS

Maratoniano nipón desaparece, ¿amables suecas culpables?

A Kamakury se le perdió el rastro en Estocolmo 1912 y se crearon leyendas en torno al suceso. Un periodista descubrió la verdad 50 años después.

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El domingo 4 de julio de 1912 fue extrañamente caluroso en Estocolmo, la ciudad sede de los quintos Juegos Olímpicos. Sesenta y ocho corredores de 19 países se enfrentaron valientemente con los 40,2 kilómetros de terreno seco y polvoriento, en las afueras de la capital sueca, sobre el que se dirimía el título del maratón, prueba que aún no se disputaba sobre los ahora reglamentarios 42.195 metros. Exactamente la mitad de los atletas se quedó por el camino, agobiados por el calor tórrido. La dureza de la competición fue de tal magnitud, que a los 31 kilómetros falleció el portugués Francisco Lázaro, víctima de un mortal golpe de calor.

Por su parte, el japonés Shizo Kanakury desapareció, literalmente. Y lo hizo sin dejar rastro. La carrera se celebró entre el Estadio Olímpico de Estocolmo y la iglesia de la pequeña localidad de Sollentuna, ida y vuelta. Terminada la competición, se buscó por el camino a los infelices que, desfallecidos, habían decidido que era mejor parar a morir. Todos fueron localizados, menos el nipón, que tenía 22 años. Hasta la policía intervino, pero sus pesquisas no dieron resultado alguno. Era la primera vez que Japón acudía a unos Juegos Olímpicos y el maratoniano extraviado era el único participante. La delegación japonesa la componían, además, dos oficiales, uno de los cuales era el mítico Jigoro Kano, creador en 1882 de las reglas del judo y miembro del Comité Olímpico Internacional (COI). Volvieron a casa sin saber nada de su deportista, pasó el tiempo y la leyenda se encargó de adornar bellamente aquéllo para lo que nadie tenía explicación.

Unos dijeron que el día de la carrera habían visto al japonés acompañado de dos guapas suecas, que le convencieron de no regresar a su país, sabe Dios con qué argumentos. Otros aseguraron que le vieron mientras corría por las calles, desorientado, intentando encontrar el camino que le condujera al Estadio Olímpico y al fin de la pesadilla maratoniana. Pero la más hermosa de todas las leyendas aseguraba que, exhausto como iba por el esfuerzo y por el calor, había entrado en una casa sueca atendiendo la invitación de una jovencita, que le ofrecía un refrigerio.

Ya recuperado, decidió que no valía la pena incorporarse de nuevo a la carrera, porque vaya usted a saber dónde estaban ya los demás atletas, y se quedó un poco más en tan agradable y femenina compañía. Se llegó a asegurar, y a publicar, que Shizo se había casado con su hada protectora y que había tenido seis hijos, seis. Nadie pudo probar tal cosa, por supuesto, pero la historia era bonita, y eso se juzgaba suficiente. Si no era cierto, estaba bien contado.

Lo cierto es que no se supo más del desaparecido, hasta que al cumplirse el medio siglo de aquellos Juegos, un diario sueco envió a Japón a un reportero encargado de la difícil misión de localizar al protagonista de aquel extraño suceso. De buscar una aguja en un pajar. Pero el reportero debía ser de primera clase, porque volvió a Suecia con la explicación del enigma, revelada por el propio Shizo Kanakury.

El maratoniano misterioso era ya un anciano de 72 años que se había ganado la vida dando clases de Geografía en una escuela de Tamana, una población al sur del archipiélago nipón, en la región de Kumamoto, más cerca de Hiroshima y de Nagasaki que de Tokio, y que explicó lo ocurrido aquel tórrido 4 de julio. Resulta que pasada la mitad de la prueba se encontró mal, muy mal, sintió que el corazón le latía desaforadamente y acabó cayendo en el jardín de la casa de una familia sueca, que le socorrió. Le llevaron al interior, le dieron zumo de frambuesa y le metieron en la cama para que repusiera fuerzas. Una vez recuperado y vestido con las ropas de paisano que los amables suecos le proporcionaron, tomó un tren de cercanías hacia Estocolmo.

Pero estaba muy avergonzado por no haber podido terminar la carrera. Sintió que había decepcionado a su patria y no se incorporó a la delegación japonesa, que le buscaba desesperadamente, sino que, por su cuenta y riesgo, se embarcó camino del país del sol naciente, en el más riguroso anonimato, y una vez allí consiguió pasar inadvertido. Una historia que también tiene sus agujeros negros, porque nadie explicó cómo y por qué volvió a competir años después en un maratón olímpico, el de Amberes 1920, en el que consiguió vencer la distancia y acabar el decimosexto.

Sí es cierto que en 1967 fue invitado a Estocolmo y sus anfitriones le llevaron a ese Estadio Olímpico al que nunca consiguió llegar cincuenta y cinco años atrás. Corrió por la pista y se permitió el lujo de traspasar la línea de meta, ante el regocijo generalizado del público que asistió al acontecimiento.