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HISTORIA DE LA MLB

El Duque, Rey en la Habana y en los New York Yankees

Orlando Hernández protagonizó la época de oro de la pelota cubana antes de triunfar en la MLB tras un surrealista periplo.

BarcelonaActualizado a
Orlando 'El Duque' Hernández fue una pieza clave en aquel histórico equipo de los New York Yankees de 1998.
Getty Images

Hace un par de años, recostado en las barandas de hierro forjado del pequeño balcón de la casa que me hospedaba, mis ojos se quedaban perdidos contemplando la belleza decadente de La Habana. Durante uno de estos inolvidables y añorados atardeceres que han encandilados generaciones de románticos, la dueña del piso interrumpió mi fantasía soñadora. Puso la mano delicadamente en mi hombro y me enseño un discreto cuaderno. Todavía inmerso en el esplendor y la majestuosidad de los antiguos edificios de la ciudad, abro la libreta y veo unos apuntes escritos con esmero y pasión. Son las fichas de los partidos de la época de oro del beisbol cubano. La elegante señora me paró cuando llegué a la página de un juego en concreto. El día en el cual Orlando “El Duque” Hernández derrotó a los Leopardos de Villa Clara.

Para saber cuánto amor desata El Duque en la isla que forjó su talento, no hace falta registrar ansiosamente todos los barrios habaneros en pos de algún friki de los diamantes. Lo encontrarás en cada rincón de Cuba, espontáneamente. En un restaurante del Vedado puedes conversar con desconocidos que en unos instantes se trasforman en compañeros. Mientras desde la pared te vigila un cuadro que retrae el lema de Camilo Cienfuegos “Contra Fidel ni en la Pelota”, evocas con tus nuevos amigos una epopeya que todavía provoca escalofríos, protagonizada por las gestas de Orlando y otros cuantos fuera de serie. ¿El gobierno prohibió pronunciar su nombre y le quitó todas sus plusmarcas? No, viejos y empolvados asuntos. El sello del más ilustre lanzador nacido en la más grande de la Antillas se mantiene firme, superior a la retórica política.

El destino le había reservado un papel de héroe en dos mundos muy distantes, un Garibaldi del siglo XX. Un papel que declamó con estilo único cautivando los imaginarios de varias generaciones. Llegó hasta la fibra de los aficionados destellando rayos de una clase infinita en cada actuación y en cualquier escenario. Sin perder nunca una genuina y pura humildad, que fortaleció más aún a lo largo de todo su periplo.

Lucía el 26, un número que en Cuba significa mucho porqué recuerda aquel día de Julio del año 1953 en el cual fracasó el asalto de los Barbudos al Cuartel Moncada en Santiago. El suceso se considera, pese al hundimiento, el primer pilar de la Revolución. Orlando había representado a su país de manera inmejorable. Desde los finales de los años ’80 el beisbol cubano se convirtió en el gran referente mundial a nivel amateur y Orlando era su estrella más brillante. Era el líder de un equipo que literalmente no conoció la palabra derrota. Oro tras oro, los muchachos caribeños arrasaron en las competiciones internacionales. Incluso los Juegos Olímpicos de Barcelona. Sin embargo, el idilio se interrumpió antes de la cita olímpica de Atlanta. Su hermano Liván abandonó la isla y se crisparon irremediablemente las relaciones entre el Gobierno y su hijo favorito. El Duque fue suspendido. De vivir como un héroe y participar a los banquetes con su primer aficionado, Fidel Castro, a tener que convivir con una delirio paradójico. En su querida isla, el mejor pelotero no podía ejercer su profesión.

La huida de Liván causó una estampida. El Gobierno elaboró un castigo ejemplar a cargo de su deportista más destacado en el intento de frenar cualquier atisbo de evasión de otros peloteros. Estábamos en la segunda mitad de los años ’90. En un momento intricado, magistralmente descrito por Pedro Juan Gutiérrez en “El Rey de la Habana”, retrato perfecto del desengaño, de los apuros y de las contradicciones que han protagonizado la vida de una isla que sabía seducirte y decepcionarte. En este remolino emocional el lanzador vivía en una inexorable angustia. Había una única manera de cumplir su sueño y volver a jugar: escapar.

Liván Hernández no pudo tener mejor debut en las Grandes Ligas, ganando las Series Mundiales con los Marlins en 1997.
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Liván Hernández no pudo tener mejor debut en las Grandes Ligas, ganando las Series Mundiales con los Marlins en 1997.TIMOTHY A. CLARYAFP/Getty Images

En este contexto apareció la figura de Joe Cubas, un codicioso agente norteamericano sin muchos escrúpulos. Había empezado a establecer contactos con la isla en búsqueda de los mejores talentos para luego venderlos al mercado estadounidense. La perspectiva de lograr contractos multimillonarios era el aliciente que ponía sobre la mesa. Hernández era la pieza más preciada. Pero Cubas no tenía por delante un trabajo sencillo. Las dudas sobre su marcha llenaron la mente de Orlando que pasaba los días rodeado de familiares y amigos y, de vez en cuando, salía en el campo para lanzar el adorado esférico.

En octubre del año 1997, Liván asombró los fanáticos de medio mundo guiando los Marlins al título de la Serie Mundial. Orlando vivió en su casa aquella memorable noche deambulando con su mente entre sensaciones contrastantes. La incontenible felicidad por la proeza de su hermano discordaba con la impotencia que le ataba las manos. Fue quizás en estos instantes agridulces tan llenos de jaleo y agotamiento, cuando se persuadió que había llegado el momento de abandonar su mundo.

Un amigo se encargó de urdir la fuga. El programa preveía el intento de escapada en el día de Navidad. La primera que se celebraba en el país tras el triunfo de la Revolución. El Papa hubiera llegado unas semanas después en una histórica visita, pues las relaciones entre la Iglesia y el Líder Máximo se distendieron. Mientras los guardacostas y los policías estaban entretenidos con sus familias, cuando el sol se asomó y todavía no estaba tan abrasante, la lancha que acarreaba el Duque, su amigo y otros desertores zarpó de la costa de Caibarién, en el centro de la isla. La pasaron canutas. El periplo fue toda un aventura carga de drama. Entre la rotura del motor del barco y la llegada a un islote deshabitado perteneciente las Bahamas. Allí Orlando y sus compañeros tuvieron que pasar cuatro días antes de ser rescatados por los vigilantes americanos.

El final feliz se hizo esperar hasta que la diplomacia guiada por Cubas triunfó. Cuando un avión desde Nassau trasladó la comitiva en Costa Rica, la pesadilla de no poder volver a jugar a la pelota se quedó atrás junto al miedo de que su sueño hubiese podido derruirse. De allí al debut con la camiseta de los bombarderos del Bronx no pasaron más que algunos meses.

El miedo de que su larga inactividad, sumada al hecho de que el Duque no fuese ya un chaval sino que un hombre de 33 años, pudiese afectar sus prestaciones, fue borrado inmediatamente. Orlando, fiel a su apodo, confirmó pertenecer a la alta alcurnia. En la MLB apareció el mismo lanzador espectacular que había amenizado las tardes de los aficionados que llenaban el Estadio Latino Americano. Lucia el uniforme pinstripes con la misma elegancia con la que ostentó la camiseta de los Industriales. A partir de su estreno contra los Tampa Bay Devil Rays el embrujo con su nueva fanaticada fue instantáneo. Los aficionados neoyorquinos comprendieron de repente que estaban admirando a un auténtico fenómeno.

La complicadísima mecánica de lanzamiento de Orlando Hernández era una dificultad extra a su extraordinario arsenal de envíos.
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La complicadísima mecánica de lanzamiento de Orlando Hernández era una dificultad extra a su extraordinario arsenal de envíos.Getty Images

Como en el “Gigante del Cerro” su bola rápida, disparada tras su antinatural movimiento con la pierna izquierda, resultaba letal. En un gesto zafio pero a la vez arisco casi tocaba con la rodilla su rostro y luego mesclaba los efectos histriónicos que disponía su arsenal. Más importante era el partido, más atractivos ofrecía el escenario, más refulgentes eran su actuaciones. La esencia de un gran pitcher. Cada vez que subía la lomita era capaz de escribir un nuevo relato, sabía pintar maravillosamente el lienzo con una inventiva propia de los grande artistas.

Paró de manera arrolladora a los Cleveland Indians para guiar a los suyos a la Serie Mundial del año 1998. Como su hermano, primera temporada y primer triunfo. Repetirá en los dos años siguientes consagrándose como una de las estrellas de la última gran dinastía de los Yanquis de Nueva York. Lució la camiseta blanquiazul hasta el 2004, aparte de la temporada 2003. Curiosamente aquel curso fue marcado por la tremenda decepción que vivieron los neoyorquinos al ser derrotados en la World Series por los Marlins esta vez pilotados por Josh Beckett. Después del 2004, curso marcado por la histórica remonta de los Red Sox, todo el mundo pensaba que la carrera de Hernández había alcanzado el ocaso. Pero el año siguiente tuvo el tiempo para destellar la última perla de su inolvidable trayectoria. Esta vez con las Medias Blancas de Chicago. En Fenway Park entró como relevo y anuló la amenaza de los locales que habían llenado las bases sin outs. Preservó la ventaja de los suyos que alcanzaron la corona Mundial tras décadas de amarguras.

Quizás un día mirando a la Gran Manzana desde los cristales de unos de sus rascacielos no probaré las mismas emociones que me rebosaban en la mente durante antes que empezarán las noches habaneras. Pero seguro que algunos podrán enseñarme unos apuntes con las gesta del gran el Duque en las Grandes Ligas. Porque sí él fue el héroe de los dos mundos.